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… y aprendí a escucharme

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  • Última modificación de la entrada:2025-07-09

Durante años creí que hablar era lo mismo que ser escuchado.
Que estar rodeado de personas era lo mismo que estar acompañado.
Que llenar los espacios con palabras evitaba el eco de mis vacíos.

Pero no.
Ni me escuchaban…
Ni me escuchaba.

Pasé mucho tiempo diciéndome cosas en la cabeza: órdenes, culpas, excusas, justificaciones.
Me hablaba como me hablaban otros: desde el miedo, desde la exigencia, desde la carencia.

Y un día —no sé bien cuándo— el universo hizo lo que tenía que hacer: me dejó solo.
Solo.
Sin público.
Sin guiones.
Sin con quién hablar.

Y eso me llevó, en repetidas ocasiones, al borde del aburrimiento.

Y ahí, en ese silencio incómodo, brutal, oscuro… me topé conmigo.
No con la versión que mostraba.
No con el que daba consejos.
No con el que escribía.

Con el otro.
Con ese que no había querido mirar.
Ese que lloraba cuando nadie lo veía.
Ese que en muchas ocasiones se tragaba la rabia, se tragaba el dolor, se tragaba la frustración.

Apareció insistentemente el personaje que se culpaba por haberle fallado a sus hijos, que pensaba que ya no tenía sentido nada.
Ese que creía que lo había perdido todo (aunque materialmente, sí, lo perdí todo).

Ése.

Tuve que sentarme con él.
Sin palabras.
Solo mirándolo.

Y fue la primera vez que me escuché.
Me escuché el miedo, la rabia, la frustración, la impotencia.
Me escuché llorar por dentro sin pedir perdón.
Me escuché maldecir a la vida por cosas que yo mismo provoqué.
Me escuché insultarme, culparme, exigirme…

Y luego, poquito a poco, también me escuché consolarme; aprendí a consolarme.
Me escuché abrazarme; aprendí a abrazarme.
Me escuché entender; aprendí a entenderme.
Me escuché crecer; aprendí a conocerme, a verme.

¿Y sabes qué descubrí?
Que ese silencio no era castigo.
Era una puta puerta enorme que me llevaría a lugares fantásticos.
Que esa soledad no era rechazo, era mi verdadera sanación.
Que ese vacío no era muerte, era el comienzo de un nuevo camino.

Y que yo no estaba tan jodidamente solo como pensaba.
Estaba conmigo mismo.
¡Por fin!

Así que sí… no tenía con quién hablar.
Fue ahí que aprendí a escucharme.

Y en ese acto tan simple, tan profundo, tan humano… empecé a volver a casa.

Te lo cuento mejor en mi libro: TÉMPERA MENTAL, de regreso a mi yo verdadero.

Gracias, gracias, gracias.

Te leo.

Te deseo un excelente y maravilloso día.

Que la fuerza que sostiene el universo te abrace, te guíe y te abra todos los caminos.

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