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Las verdades incómodas no se endulzan, se enfrentan

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  • Última modificación de la entrada:2025-03-02

En los últimos cinco años, he tenido un cambio radical en mi filosofía de vida, en mi forma de ver las cosas y de relacionarme con mi entorno, incluyendo a mis hijos y a mí mismo. Siempre he sido franco con quienes me escuchan, me leen y me rodean. He cometido muchos errores como padre, y jamás los he negado. Al contrario, he dado la cara, especialmente en estos últimos años, justificando mi replanteo de vida.

Una característica mía es el uso de palabras groseras. Aunque ya no las digo con la misma frecuencia e intensidad que antes, siguen siendo parte de mí. Sin embargo, por lo que publico en mis redes, en mi página y en mis charlas, pareciera que debo comportarme como un santo, que no puedo poner límites. Pero no. Sí, he cambiado radicalmente, pero como lo he dicho antes, para algunos sigo siendo «el malparido de siempre», lo que, según ellos, me obliga a someterme a cosas que me incomodan.

Algunos cercanos dicen que pasé de ser «mala leche» a ser un «huevón completo», es decir, que pueden verme la cara.

Entonces, ¿debo quedarme callado y dejar que las cosas pasen sin pronunciar palabra? ¡No! Ni de vainas. Una cosa es una cosa, y otra cosa es otra cosa. No soy un monje ni pretendo serlo. Soy una persona común con un pensamiento diferente. No me emputo como antes, pero hay momentos en los que tengo que poner un límite, y eso es normal. Estoy en un proceso de cambio, y un proceso implica altos y bajos. Lo importante es cada paso que he dado, lo que me da autoridad para decir lo que digo —para mí—.

Hay momentos en los que uno se da cuenta de que, por más que ponga las cartas sobre la mesa, hay personas que simplemente no quieren ver una realidad distinta a la suya. Y lo peor es cuando se escudan en cualquier excusa, en este caso, mis groserías, para evadir sus propias responsabilidades. En lugar de asumir lo que les corresponde, algunos prefieren refugiarse en la narrativa de «este tipo es un grosero» para evitar enfrentar sus propias acciones. Y claro, quienes los rodean, los que les dan palmaditas en la espalda y los victimizan, prefieren escuchar la verdad que les conviene. En vez de analizar los hechos, cuestionar el contexto o preguntarse si realmente están evitando responsabilidades, lo fácil es encasillarme a mí como el problema y al otro como la víctima.

El problema no es solo la persona en cuestión, sino el entorno que lo aplaude, y muy seguramente, en algún momento, yo también. Aquellos que eligen la comodidad de no cuestionarse nada y evitan cualquier conversación incómoda. Porque enfrentarse a alguien que dice las cosas de frente, que no endulza las palabras ni los trata como niños de cristal, incomoda. Es más fácil seguir en el papel de «a mí nunca me dicen nada en casa» y ver a quien los confronta como un malparido que simplemente quiere joderles la vida.

Admito que hay formas de decir las cosas, y seguro he cometido errores en la manera de hacerlo, aunque para mí tenga razón. Pero cuando alguien evade responsabilidades, eso me emputa sobremanera.

Sé que mis palabras pueden incomodar, pero la forma en que se reciben depende del grado de conciencia de cada quien. Antes, a mí también me encabronaba cuando alguien era grosero conmigo, hasta que entendí que todo depende del juicio con el que mire las cosas. Desde ese momento, dejó de importarme cómo me dicen algo o me hacen un reclamo; intento analizar el mensaje y revisar qué de eso me compete y qué no.

Lo que quiero es simple: que cada quien asuma lo que le corresponde. Que no se pase la vida buscando excusas, escondiéndose detrás de sus propios cuentos ni rodeándose de personas que solo refuercen su versión más cómoda de la historia.

El problema de enfrentar verdades opuestas es que muchas veces no son ni bonitas ni agradables. Pero es necesario escuchar las diferentes versiones. Y aunque ahora sea «el malo del paseo», sé que el tiempo terminará poniendo cada cosa en su lugar. Porque las verdades opuestas incomodan, pero siempre encuentran la manera de salir a la luz.

Cada quien se aferra a su propia versión de la historia, y eso está bien. Al final, no se trata de quién tiene la razón, sino de quién está dispuesto a mirarse al espejo sin rodeos. Porque asumir la verdad propia no es fácil, aceptar otras verdades, aún menos, pero esconderse detrás de una mentira cómoda, tarde o temprano, pasa factura.

Gracias, gracias, gracias.

Te leo.

Te deseo un excelente y maravilloso día.

Dios te bendiga.

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