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Volver a sí mismo/a, es vital para volver al camino.

Y volví a entrenar …

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  • Última modificación de la entrada:23 agosto, 2025

¿Sabes cuál es la peor forma de perderte?

No es en un bosque ni en una ciudad desconocida, es mirarte al espejo y no reconocerte.

Es ver cómo la barriga crece, la energía se apaga y la chispa que te hacía sentir vivo o viva se queda tirada en algún sofá.

Yo también me perdí y, descubrí que podía volver.

Con calistenia y cardio.

Recuerdo que de niño y preadolescente, mi padre siempre me inculcó la disciplina de hacer ejercicio. Él siempre lo hizo. De hecho, yo lo acompañé en varias ocasiones a participar en carreras de atletismo que se hacían en la Universidad Nacional.

Estoy hablando de hace cuarenta años… tal vez.

Yo no le hice mucho caso, pero ocasionalmente salíamos a trotar, y cuando iba con mis amigos del barrio, también era muy divertido.

A mis 14 o 15 años empecé a entrenar fisicoculturismo. En esa época uno quiere impresionar a las niñas del colegio, a las que estudian con uno y a las de los otros colegios.

A los 17 o 18 —ya era un poco más grande porque estaba en la universidad—, compré mi propio kit de pesas: mi butaca, las barras y los discos. Y siempre el horario disponible que teníamos mis amigos y yo era, casualmente, a las 12:30 del día… justo y casual, la misma hora en que entraban a clase las niñas de bachillerato del colegio vecino.

Ja, ja, ja, ja, ja.
¡Estas son las agradables causalidades de la vida!

Colocábamos música a todo volumen, abríamos las ventanas de una de las dos salas de mi casa (en mi libro cuento el porqué de las dos salas); usábamos camisetas esqueleto y, obviamente, cuando pasaba la mejor niña —la más buena— o la que más nos gustaba, pues en ese momento metíamos más peso, y los gritos varoniles de fuerza y desahogo se hacían notar.

Ja, ja, ja, ja, ja.
¡Qué maricadas las que se hacían en ese entonces!

Desde los nueve años hasta los trece fui nadador, y de los buenos. Pero por «mierdireglas» me retiraron de ese deporte porque estudiar era «más importante». Estoy seguro de que si hubiera continuado, habría logrado figurar internacionalmente. El agua y yo nos fundiamos en uno solo, y sentirme parte de este elemento hacía que yo fuera la tabla de surf danzando con la mejor ola.

Entré a la universidad y dedicaba mi tiempo a estudiar, levantar pesas y nadar —excelente combinación— y me encontré con el tenis de mesa. Me dediqué a este último los cuatro años finales de mis estudios.

Luego de haber terminado mis estudios universitarios, la rutina, los constructos sociales y demás temas —en mi caso, full sexo— hicieron que me alejara de los deportes. Pero mi sexcardio sí estaba intacto. Ése, ni de vainas lo iba a abandonar.

Ja, ja, ja, ja, ja.

Llegó un momento en el que me vi con una barriga la hijueputa…

¡Qué vergüenza! Odio verme con barriga.

Fue ahí cuando decidí retomar el gimnasio y, en menos de un año, bajé un sobrepeso de casi veinticinco kilos.

¿Cómo lo logré?
Haciendo pesas todos los días, cardio —corría 45 minutos a diario— y sexcardio. Éste era constante.

Después llegaron mis hijos… y me descuidé por completo.

No es su culpa. Ni más faltaba. Fui yo quien dejó que la rutina y la «falta de tiempo» me pasaran por encima.

¡CRASO ERROR!

Hubo una época en la que mi espalda tenía forma de pirámide invertida: bien trabajada, bien cuidada.
Pero en 2015 me tocó volver al gimnasio, porque esa pirámide se convirtió en la de Giza… en plena construcción.
Montones de arena acumulados por todos lados —exactamente 23 kilos de sobrepeso—.

Sin embargo…
Otra vez lo dejé.

¿Por qué?

Porque entré en una etapa donde el mantenimiento no era físico, era sexual.

Una loca aventura de lujuria y éxtasis absoluto a la que fui sometido —no podía negarme, no podía permitírmelo… ¿dónde quedaba mi ego de macho alfa?—, y que logré sostener casi tres años.

Intensa no: intensísima.
Casi ni dormía por andar en esas.

Ja, ja, ja, ja, ja.

En 2021, luego de tres años en donde me descuide tanto en mi físico como en mi ausencia de lujuria, llegué a tener un sobrepeso de 17 kilos. Fue cuando llegué a la ciudad de Santa Marta, para vivir uno de los períodos más complejos de mi vida —te lo cuento todo en mi libro—.

Allá, durante seis meses, me dediqué a correr 3 km diarios y nadar uno.
Vivía a cincuenta metros de la playa, así que no tenía excusa.

Cada vez que me paraba frente al espejo, veía a Jean Claude Van Damme.
¡Obvio! Ese era mi sueño.

Ja, ja, ja, ja, ja.

Pasé de 95 kilos a 78.

¿Y sabes qué era lo que más me motivaba?
Ver a Van Damme todavía ahí, en el espejo.

¡Claro! Desgalamido, desabrido, sin forma lógica, y con los excesos de grasa todavía escurridos alrededor de Giza.

Pero ahí estaba.

Y sí…
otra vez dejé de hacer ejercicio.

Por las mismas mierdas de siempre: la carrera de la rata.

Intenté volver varias veces. Máximo dos meses… y lo soltaba otra vez.

Solo hasta enero de este año  —2025— decidí enfocarme en mí físico nuevamente, empezando con calistenia.

¡Duro!
Retomar la disciplina fue jodidamente difícil.
Al principio me esforcé tanto que sentí que me quemaba.

Redujé la intensidad… y también bajé unos gramos de más.

Pero ya completé seis meses de ejercicio, seis veces por semana.
Solo calistenia.

¿Correr? Me daba pereza. Además, no tenía tenis.

Intenté trotar con unas botas.
Resultado: los pies hechos mierda, ampollas por todos lados.

Hice lo que David Goggins hubiera hecho:
no parar, aunque doliera como un putas.

Ja, ja, ja, ja, ja.

A finales de junio conseguí los tenis.
Estaba obsesionado con volver a correr.

El primero de julio cambié la rutina:
de seis días de calistenia, pasé a tres de calistenia y tres de caminata.

Empecé suave: 1.650 metros caminando.
Nada de trote.

A mediados de julio, me animé.
Salí a trotar.

Ese día…
sentí que me iba a morir.
Me quedé sin aire, sin ritmo, sin cuerpo.

Me imagino mis ojos brotados del susto tan hijueputa.
No lograba respirar.

¡Y eso que solo troté 330 metros!

Pero te juro que ahí, en esa pista casi vacía,
sin documentos encima,
empecé a pensar en mis animales,
en mis hijos,
en todo lo que me faltó decirles,
En todo lo que me faltó hacer con ellos…
Me atormenté hasta por lo que me faltó por coger bueno.

Ja, ja, ja, ja, ja.

¡Nah! Estoy exagerando.
Ja, ja, ja, ja, ja.

Pero…

¡Qué susto tan malparido el que me metí!

Parecía un loco estirando los brazos, buscando agarrarme de algo.
No sé de qué ni para qué.
Pero la desesperación era extrema.

Ja, ja, ja, ja, ja.

Hoy, cinco de agosto, me siento contento.

Pasé de trotar 330 metros a trotar 4 kilómetros sin parar,
con un promedio de cinco minutos y cincuenta y cinco segundos por kilómetro.

Para mí, eso es un avance tremendo, con sólo un mes larguito de estar dándole.

Diciéndolo en otros términos:
Me sentí listo para competirle a Usain Bolt.

Ja, ja, ja, ja, ja.

No sé si me voy a poner bueno otra vez…
pero estoy más que satisfecho de volver al ruedo.

Y con eso me alcanza:
Para volver a mí mismo,
para recuperar la autoestima,
para recordarme que no estoy roto,
que se puede empezar de nuevo.

Ja, ja, ja, ja, ja.

Moraleja (por si te sirve):

Nadie te va a sacar del hueco si tú no te mueves.
Nadie te va a entrenar si tú no sudas.
Nadie va a creer en ti si tú no te lo crees primero.

Y sí…
a veces lo único que uno tiene es un par de tenis viejos,
una barriga avergonzante —para mí, odio verme con barriga—
y unas ganas tibias.

Pero si arrancas desde ahí,
en cualquier momento te das cuenta que has trotado 4 kilómetros sin parar.

Y que te reíste en el camino.

¿Y tú?

¿Qué estás haciendo para verte mejor?
¿Qué estás haciendo para sentirte mejor?
¿Qué estás haciendo por y para ti?

Gracias, gracias, gracias.

Te leo.

Te deseo un excelente y maravilloso día.

Que la fuerza que sostiene el universo te abrace, te guíe y te abra todos los caminos.

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