¿Te ha pasado que dices algo con la mejor intención… y termina saliendo al revés?
Que en lugar de acercar, aleja.
A mí me pasó hace poco con mi hijo, y me dejó una lección poderosa sobre comunicación.
En la comunicación, sobre todo con personas cercanas, muchas veces hay verdades que chocan.
No porque una sea más cierta que la otra, sino porque cada uno las vive desde su propia perspectiva.
Lo que para una persona es una realidad innegable, para otra puede ser una distorsión, una exageración o simplemente algo que no quiere aceptar en ese momento.
Hace poco tuve una conversación con mi hijo que me dejó pensando.
En el fondo, lo que intentaba decirle era algo válido —desde mi experiencia de vida—: pienso que él debe asumir ciertas responsabilidades y entender que algunas de sus acciones tienen consecuencias.
Pero mi forma de comunicarlo —directa, sin filtros y con la intensidad que me caracteriza— provocó una reacción automática de cierre.
En lugar de generar una reflexión en él, se sintió atacado y se defendió.
Soy consciente de que tengo un estilo fuerte al hablar.
Uso groserías no con la intención de ofender, sino como parte de mi forma de expresión.
Para mí, decir una palabra fuerte es, muchas veces, una manera de enfatizar una idea o de despertar a la otra persona.
Sin embargo, para quien la recibe, sobre todo si ya hay antecedentes de conflictos previos, el mensaje puede perderse en la forma en que se entrega.
En lugar de escucharme, mi hijo sintió que debía protegerse y reafirmar su postura.
Lo interesante es que, después de la conversación, me quedé reflexionando sobre su reacción y entendí su posición.
Me di cuenta de que él no estaba simplemente evadiendo la conversación, sino que, desde su perspectiva, tenía razones válidas para sentirse así.
También comprendí que, aunque yo considere que mis intenciones son buenas, la forma en que transmito mis mensajes puede hacer que se cierren las puertas en lugar de abrirse.
Pero lo que más me llamó la atención no fue solo su reacción, sino también la de quienes lo rodean.
A veces, cuando surge una conversación incómoda, algunas personas optan por evitarla por completo.
En lugar de enfrentar un diálogo que podría generar entendimiento, eligen cerrarse y no participar.
No porque no tengan algo que decir, sino porque prefieren no lidiar con la incomodidad que conlleva confrontar dos verdades opuestas.
Aunque, siendo honesto, considero que solo quieren y están abiertos a escuchar su propia verdad.
Para mí, esta actitud es un error. Me recuerda una frase de mi padre:
«Crea fama y échate a la cama».
Este episodio me dejó dos enseñanzas importantes:
- No se trata solo de lo que decimos, sino de cómo lo decimos. Si realmente queremos que alguien nos escuche, hay que encontrar la manera de generar un espacio donde ambas partes se sientan seguras para expresarse, sin sentirse atacadas o en la necesidad de defenderse.
- Cuando algo me incomoda, debo decirlo. Es mucho mejor soltarlo en el momento que permitir que me carcoma por dentro en el futuro.
No es fácil cambiar una forma de comunicación que ha estado presente toda la vida.
Pero reconocer el impacto que tiene y estar dispuesto a ajustarla puede marcar la diferencia entre una discusión sin salida y un diálogo que realmente sirva para entenderse.
Gracias, gracias, gracias.
Te leo.
Te deseo un excelente y maravilloso día.
Dios te bendiga.