Nos obsesiona más la vitrina que la vida real.
Más lo que mostramos que lo que somos.
Tener una casa bonita. ¡Súper!
Una familia «aparentemente bonita». ¡Cool!
Un carro. ¡Genial!
Vestir «aparentemente bien». ¡Choca esos cinco!
Mostrar sonrisas en fotos y reuniones sociales. ¡Brutal!
Que las visitas crean que vivimos “bien”. ¡Apoteósico!
Todo eso está muy bien.
¡Perfecto!
Felicitaciones.
Pero… ¿Qué tan cierto es lo que mostramos?
A mí me inculcaron desde niño a aparentar.
Que todo se viera bien, aunque por dentro estuviera hecho mierda.
Fue una batalla de tira y afloje, porque siempre me incomodó.
Conflicto tirando a guerra si la escoba estaba en la sala.
Guerra si al pasar ese sensor ultravioleta aparecían huellas digitales en la puerta.
Y así, una lista infinita de maricadas estúpidas.
Nunca me ha gustado esa hipocresía.
Ni con los demás, ni conmigo.
Porque cuando te la crees, te quedas atrapado ahí.
Y no, no es «ley de atracción».
Es un estado de malparidez absoluto, absurdo y estúpido.
Yo prefiero mostrarme tal cual soy.
A quien le guste: bienvenido/a.
A quien no: bien ido/a.
Si no tengo dinero, lo digo. O no voy.
Si lo tengo, soy generoso.
Si mi apartamento está hecho un desastre y me da pereza arreglarlo, lo digo:
«Está hecho una mierda. Si te incomoda, no vengas».
Prefiero incomodar con mi verdad que encantar con mi mentira.
Y he entendido que el precio de la mentira es vivir una vida prestada.
El precio de la verdad es la incomodidad.
Yo ya elegí cuál quiero pagar.
No quiero vidas prestadas.
Quiero la mía.
Con todo y su desorden.
[…]
Por acá te dejo un artículo que habla de otra apariencia poderosa en un rol importante para la humanidad [enlace].
Y la ñapa:
Un artículo que pega en ese ego de padre o madre de familia [enlace].
Gracias, gracias, gracias.
Te leo.
Te deseo un excelente y maravilloso día.
Namastè